Era uno de los
últimos días de marzo, y estaba a punto de cumplir 20 años. Los primeros rayos
de primavera se filtraban a través de las ramas desnudas de los árboles. Se
encontraba tumbado en mitad del jardín de su campus esperando a una chica que
había conocido en uno de los días más fríos de noviembre. Giró la cabeza por si
acaso la veía llegar, no fue así. Por lo tanto, arrancó un puñado de césped con
su mano y dejó que el viento se lo llevará. Cuando levantó la cabeza la vio,
estaba ahí, de pie, inmóvil, parecía como si hubiera estado siempre ahí. O como
si el sólo pensar en ella hubiera provocado su aparición.
Sus ojos verdes
le miraban, como si estuviesen esperando algo. Él le tendió la mano, ella
pensaba que quería ayuda para levantarse, pero hizo que ella se tumbase a su
lado. La besó en la mejilla, estaba encantado de tenerla allí, junto a él. Ella
le abrazó, y ambos se quedaron embobados mirando como comenzaba a ponerse el
sol sobre aquella ciudad. Esperaron hasta que anocheció, prácticamente en silencio.
Ya no quedaba nadie en el campus cuando se levantaron y comenzaron a caminar.
Ella tenía
tanto miedo como él, pero se acercó tratando de provocar una reacción en aquel
chico. Extrañado, la miró, ella apartó sus ojos de él. Ambos buscaron sus manos
sin mirar, hasta que por fín, las encontraron y las entrelazaron. Las manos de
ella estaban frías, las de él ardían de los nervios que le provocaba estar allí
con aquella chica...
Ella levantó la
cabeza y le sonrió. Fue una sonrisa a medias, pero que no quería ni evitaba
esconder la felicidad que sentía. Él le agarró aún más fuerte la mano y le dio
un suave beso en la mejilla. De repente, ella empezó a correr sin soltarle la
mano. Ella le gritó:
-¡Sígueme!
-¿Dónde?
-No preguntes.
Él la siguió,
lo haría aunque tuviera que ir al fin del mundo y volver. De repente, se paró
agotada ante un cartel que ponía heladería italiana. Entraron, él la cedió el
paso como buen caballero y ella no le soltó la mano.
Una vez dentro,
él estaba decidido a invitarla a un helado, pero ella insistió en compartir
uno, debía ser una mezcla que les gustase a ambos así que se decidieron por el
chocolate y la nata. El heladero les dió dos de esas pequeñas cucharas de
plástico de colores para que disfrutasen de aquel manjar.
Caminaron por
el centro de la ciudad, y se sentaron en un banco, mientras comían el helado,
veían a la gente pasar, casi todos con prisa, sin reparar en ellos. Vieron a
todo tipo de gente, algunos miraban al suelo, otros inmersos en sus teléfonos
móviles, y otros... simplemente miraban al infinito. Sí, ese punto en el que no
ves nada, pero parece que vas concentrado, pensando en tus cosas...
Cuando
terminaron el helado, se levantaron de aquel banco, él lo hizo primero y le
tendió la mano a aquella chica, le ayudó a levantarse y ya no le soltó la mano.
Mientras caminaban, ella se detuvo en seco, y le abrazó, fue uno de esos medio
abrazos, apoyando su cabeza sobre el hombro de él y después le besó en la
mejilla... Ambos esbozaron una sonrisa en aquel momento, la de ella amplía y
para todos, la de él, tímida pero intensa.
Suave e
inconscientemente fueron deslizando sus labios por la mejilla del otro hasta
que notaron los labios del otro. En ese momento todo se borró a su alrededor y
se dejaron llevar. Al principio fueron besos cortos, minúsculos, como si se
viera respirar a un pez. Pero, luego, abrieron un poco más los labios como
queriendo liberar la inmensidad de emociones que se acumulaban en su interior.
Miedo del bueno, felicidad, euforia, seguridad, amor, cariño… Mientras que sus
bocas repetían movimientos aprendidos, las manos del uno y el otro iban
descubriendo nuevos recovecos en la espalda del otro. También les dio tiempo a
recordar el tacto del pelo del otro, el de ella suave como la seda y el de él
algo más grueso. Para, al final, volver a besarse como si fueran dos peces que
buscan aire. Sin embargo, el momento había sido demasiado intenso, no querían
dejar de sentir el calor del otro, y se fundieron en un abrazo muy fuerte
mientras se decían al oído: “No te vayas. No me dejes.” Él, en un susurro casi
imperceptible, le dijo: “Nunca.”