jueves, 6 de junio de 2013

Donde todo comenzó

Apagó la tele y se decidió a salir a la calle. Hacía un frío morrocotudo, se rió al pensar en ese adjetivo tan raro. Pero era así, lo hacía. Se subió un poco más la bufanda y se caló más el gorro orejero. Tenía que apresurarse o llegaría tarde otra vez. Apretó el paso y se metió en el metro, contó mentalmente las paradas, diez. Eso hacían veinte minutos. En cuantó entró en el vagón se sentó en el primer asiento libre que vio y se arrellanó, intentó coger calor.
Una voz metálica anunció la siguiente parada. Mierda, es ésta, corre. Salió rápidamente y recorrió casi sin darse cuenta los escasos metros hasta el portal, podría hacer ese camino con los ojos cerrados mil veces. Subió de tres en tres las escaleras hasta el portal A del cuarto piso. Eran las seis de la tarde, puntualidad inglesa; justo a tiempo. Llamó al timbre. Le abrió una mujer en pantuflas y con una media sonrisa le dijo:
-Justo a tiempo. Pasa, antes de que le hagas cabrear más.-Y, sin darle tiempo a quitarse la bufanda y el gorro, le dio un beso como esos que se regalan cuando llevas mucho tiempo sin ver a la persona a la que quieres.
Tiró el abrigo y lo demás encima de un sofá y fue corriendo hasta el despacho. Llamó a la puerta, pese a que estaba abierta de par en par. La persona al otra lado de la mesa movió la cabeza invitándole a pasar, entró y cerró la puerta tras de sí.
-Tenemos problemas. Muchos. Y casi llegas tarde, otra vez.
No dijo nada, pero tragó saliva con gran esfuerzo.
-¿No tienes nada que decir?- el malhumor del hombre iba in crescendo.
-Sí, estaba enfrascado en la investigación. - una mentira piadosa.-No consigo encontrar nada – esto era verdad.- Lo siento, señor.
-No lo sientas tanto y espabila. Andamos con la hora pegada.
-Sí, señor. - volvió a bajar la mirada.
-Puedes irte. Aunque, recuerda, lo haces porque quieres. Yo no obligo a nada.
-Sí, señor.- y tal cual había entrado, salió por la puerta.
Cuando la mujer de las pantuflas le abrió la puerta deslizó una nota en su mano, decía: “Esta noche a la hora indicada donde todo comenzó.” Ella sabría lo que significaba, estaba seguro. Se fue como una exhalación y desanduvo el camino hasta su casa. Se puso a trabajar, se lo había dejado bien claro el de arriba. Siguió investigando con frenesí hasta la “hora indicada”.
Al mismo tiempo, una mujer en zapatillas leía y releía la nota mientras esperaba a que diera la “hora indicada” o las once de la noche. Este secreto terminaría por acabar con ellos como el jefe se diera cuenta, pero la vida estaba para correr riesgos. Salió de trabajar y se puso sus mejores zapatos.
Cuando la hora de la cita se acercaba salieron en silencio de sus respectivas casas. Sin embargo, nunca llegaron al sitio “donde todo comenzó”. La investigación pudo con él, el secreto pudo con ella.

miércoles, 5 de junio de 2013

Whisky on the rocks

Estaba oscuro, generalmente, los asiduos del local no quieren que les dé demasiado la luz. Se encontraba sentado en un taburete de imitación de piel de color rojo, sin respaldo. Había aparcado su moto a la entrada del bar. Nada más sentarse, llamó al camarero y le pidió una copa de su mejor whisky, un buen escocés de doce años, el camarero, rápidamente le sirvió lo que pedía, cogió un vaso, lo llenó de hielos y le sirvió. Cuando se disponía a retirarse, le pidió que dejase la botella y le alargó un par de billetes como pago.
De repente, la puerta se abrió pero él seguía enfrascado viendo bailar el hielo dentro del vaso y no se percató de la presencia femenina que acababa de llegar. No era normal ver a una mujer en un sitio como ése. Suena a cliché, pero era así; era un bar de carretera para almas perdidas.
Tras un rato sin prestar atención a aquella mujer, decidió levantar la mirada. Le echó un vistazo a la chica, sonrió y volvió a su vaso. Ella, también lo había estado observando, pero prefirió seguir jugando con la sombrilla de su bloody mary, mientras miraba con desdén a esos tipos que estaban sentados en una de las mesas.
De repente, la chica pensó que había salido con sed de aventuras y jugó una carta. Se hizo con una servilleta y le pidió a aquel camarero, que la comía con los ojos un boli, escribió: “¿Whisky, escocés, vaso bajo, tres hielos, 12 años? Buena elección” Se fue al baño casi sin hacer ruido tras deslizar la servilleta con el mensaje al bebedor de whisky.
Él, sorprendido, recogió la servilleta que aquella mujer había deslizado hasta su lado. Miró extrañado aquel insignificante trozo de papel. Lo abrió y leyó la nota. En su cara se dibujó una sonrisa canalla y miró a la mujer con cara de desconfianza y picardía. Cogió otra servilleta, y con un simple gesto al camarero, le pidió algo para escribir a la señorita. Comenzó a escribir algo así como: “Sí muñeca, whisky con hielo, una moto y una como tú para vivir una aventura. ¿Te animas?” Mientras le acercó la servilleta doblada le guiñó un ojo y ella se ruborizó levemente. Pese al ligero rubor adolescente que había coloreado sus mejillas se lanzó. Nunca digas no. Y movió ligeramente la cabeza en un movimiento afirmativo.
Tras ese intercambio de notas, se levantaron y se dirigieron hacia la puerta. Él la abrió para aquella señorita, y cuando ella se disponía a salir, la agarró de la cintura y la acercó a su cuerpo. Ella se dejó hacer, nada importaba ya. Una vez en la calle, le ofreció subirse a su moto, ella, sin dudarlo demasiado aceptó. La carretera y la noche les esperaba, y se alejaron por aquella carretera desierta, haciendo rugir el motor de su moto, disfrutando de la noche.

martes, 4 de junio de 2013

El tiempo a carboncillo

Un cliente cruza las puertas del local, demasiado joven para un bar como este. Se sienta en la primera mesa vacía que ve. Tras esperar unos minutos llama a una camarera para que se acerque y anotar el pedido; pide, simplemente, una fanta y un sándwich. La chica se marcha sigilosamente y vuelve al cabo de unos minutos con el pedido en la mano, el cual deposita sobre la mesa con una sonrisa. Se da la vuelta y se va.
A continuación, se sienta en un taburete alto y saca el libro de debajo de la barra; total, apenas hay clientela. Mira al chico, ha sacado un libro de arte bien gordo de la bolsa y lo está leyendo con avidez mientras devora el sándwich. Al cabo de una media hora pide la cuenta, paga en efectivo y con el dinero justo, recoge sus cosas y se marcha. La chica vuelve a su labor, servir a la clientela mayor a la espera de alguna sorpresa más a lo largo del día.
Al día siguiente, el chico vuelve y repite el mismo ritual. Sin embargo, pide el siguiente sándwich de la lista y una fanta, esta vez de limón. Cumple su trabajo, anota, manda la comanda a la cocina, sirve, y se retira a su taburete alto. En esta ocasión él la mira más detenidamente y, en vez de sacar un libro como el de ayer, extrae un carboncillo y unas hojas. Empieza a dibujar con verdadera pasión, y ella continúa leyendo otro libro distinto al de ayer.
Los días van pasando, quizás el ritual se alarga una semana o puede que sean dos, la verdad es que todos los días son el mismo dentro de la rutina. Y, un día, el chico, cuando ya acabado todos los sándwiches de la lista y ha vuelto a pedir lo mismo que la primera vez pero con una fanta de limón, no saca nada de su bolsa. Simplemente se dedica a mirar al cristal pensativo. Ella no altera su rutina de camarera, pero sí nota que le cuesta concentrarse más en la lectura; aunque lo achaca a que el libro que ocupa su tiempo es algo denso.
Cuando él pide la cuenta, ella, como siempre, cumple su función. Parecen dos actores de teatro que han ensayado perfectamente su papel, y que se lo saben de memoria a base de repetirlo una y cien veces. Sin embargo, él hace algo distinto, no deja el dinero exacto sino que pone un par de euros de más. Cuando ella llega a la caja, ve que sobra dinero y decide arriesgarse. En un papel que encuentra por allí escribe una versión de un verso de una canción de Sabina que escuchó el otro día: “Toma mi número cuando te hartes de amores baratos de un rato... me llamas”. En el momento en que se acerca a la mesa, el chico saca un papel que pone boca abajo. Después, con un rápido movimiento, coje las vueltas y la nota, casi sin darse cuenta, y sale corriendo. Ella se queda mirando el papel donde pone, escrito a carboncillo: “Dále la vuelta”. Obedece, ¿qué puede perder? Es una retrato de ella sentada en un taburete alto leyendo firmado con dos iniciales y un número, S.G.