martes, 4 de junio de 2013

El tiempo a carboncillo

Un cliente cruza las puertas del local, demasiado joven para un bar como este. Se sienta en la primera mesa vacía que ve. Tras esperar unos minutos llama a una camarera para que se acerque y anotar el pedido; pide, simplemente, una fanta y un sándwich. La chica se marcha sigilosamente y vuelve al cabo de unos minutos con el pedido en la mano, el cual deposita sobre la mesa con una sonrisa. Se da la vuelta y se va.
A continuación, se sienta en un taburete alto y saca el libro de debajo de la barra; total, apenas hay clientela. Mira al chico, ha sacado un libro de arte bien gordo de la bolsa y lo está leyendo con avidez mientras devora el sándwich. Al cabo de una media hora pide la cuenta, paga en efectivo y con el dinero justo, recoge sus cosas y se marcha. La chica vuelve a su labor, servir a la clientela mayor a la espera de alguna sorpresa más a lo largo del día.
Al día siguiente, el chico vuelve y repite el mismo ritual. Sin embargo, pide el siguiente sándwich de la lista y una fanta, esta vez de limón. Cumple su trabajo, anota, manda la comanda a la cocina, sirve, y se retira a su taburete alto. En esta ocasión él la mira más detenidamente y, en vez de sacar un libro como el de ayer, extrae un carboncillo y unas hojas. Empieza a dibujar con verdadera pasión, y ella continúa leyendo otro libro distinto al de ayer.
Los días van pasando, quizás el ritual se alarga una semana o puede que sean dos, la verdad es que todos los días son el mismo dentro de la rutina. Y, un día, el chico, cuando ya acabado todos los sándwiches de la lista y ha vuelto a pedir lo mismo que la primera vez pero con una fanta de limón, no saca nada de su bolsa. Simplemente se dedica a mirar al cristal pensativo. Ella no altera su rutina de camarera, pero sí nota que le cuesta concentrarse más en la lectura; aunque lo achaca a que el libro que ocupa su tiempo es algo denso.
Cuando él pide la cuenta, ella, como siempre, cumple su función. Parecen dos actores de teatro que han ensayado perfectamente su papel, y que se lo saben de memoria a base de repetirlo una y cien veces. Sin embargo, él hace algo distinto, no deja el dinero exacto sino que pone un par de euros de más. Cuando ella llega a la caja, ve que sobra dinero y decide arriesgarse. En un papel que encuentra por allí escribe una versión de un verso de una canción de Sabina que escuchó el otro día: “Toma mi número cuando te hartes de amores baratos de un rato... me llamas”. En el momento en que se acerca a la mesa, el chico saca un papel que pone boca abajo. Después, con un rápido movimiento, coje las vueltas y la nota, casi sin darse cuenta, y sale corriendo. Ella se queda mirando el papel donde pone, escrito a carboncillo: “Dále la vuelta”. Obedece, ¿qué puede perder? Es una retrato de ella sentada en un taburete alto leyendo firmado con dos iniciales y un número, S.G.

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