Un
cliente cruza las puertas del local, demasiado joven para un bar como
este. Se sienta en la primera mesa vacía que ve. Tras esperar unos
minutos llama a una camarera para que se acerque y anotar el pedido;
pide, simplemente, una fanta y un sándwich. La chica se marcha
sigilosamente y vuelve al cabo de unos minutos con el pedido en la
mano, el cual deposita sobre la mesa con una sonrisa. Se da la vuelta
y se va.
A
continuación, se sienta en un taburete alto y saca el libro de
debajo de la barra; total, apenas hay clientela. Mira al chico, ha
sacado un libro de arte bien gordo de la bolsa y lo está leyendo con
avidez mientras devora el sándwich. Al cabo de una media hora pide
la cuenta, paga en efectivo y con el dinero justo, recoge sus cosas y
se marcha. La chica vuelve a su labor, servir a la clientela mayor a
la espera de alguna sorpresa más a lo largo del día.
Al
día siguiente, el chico vuelve y repite el mismo ritual. Sin
embargo, pide el siguiente sándwich de la lista y una fanta, esta
vez de limón. Cumple su trabajo, anota, manda la comanda a la
cocina, sirve, y se retira a su taburete alto. En esta ocasión él
la mira más detenidamente y, en vez de sacar un libro como el de
ayer, extrae un carboncillo y unas hojas. Empieza a dibujar con
verdadera pasión, y ella continúa leyendo otro libro distinto al de
ayer.
Los
días van pasando, quizás el ritual se alarga una semana o puede que
sean dos, la verdad es que todos los días son el mismo dentro de la
rutina. Y, un día, el chico, cuando ya acabado todos los sándwiches
de la lista y ha vuelto a pedir lo mismo que la primera vez pero con
una fanta de limón, no saca nada de su bolsa. Simplemente se dedica
a mirar al cristal pensativo. Ella no altera su rutina de camarera,
pero sí nota que le cuesta concentrarse más en la lectura; aunque
lo achaca a que el libro que ocupa su tiempo es algo denso.
Cuando
él pide la cuenta, ella, como siempre, cumple su función. Parecen
dos actores de teatro que han ensayado perfectamente su papel, y que
se lo saben de memoria a base de repetirlo una y cien veces. Sin
embargo, él hace algo distinto, no deja el dinero exacto sino que
pone un par de euros de más. Cuando ella llega a la caja, ve que
sobra dinero y decide arriesgarse. En un papel que encuentra por allí
escribe una versión de un verso de una canción de Sabina que
escuchó el otro día: “Toma mi número cuando te hartes de amores
baratos de un rato... me llamas”. En el momento en que se acerca a
la mesa, el chico saca un papel que pone boca abajo. Después, con un
rápido movimiento, coje las vueltas y la nota, casi sin darse
cuenta, y sale corriendo. Ella se queda mirando el papel donde pone,
escrito a carboncillo: “Dále la vuelta”. Obedece, ¿qué puede
perder? Es una retrato de ella sentada en un taburete alto leyendo
firmado con dos iniciales y un número, S.G.
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