lunes, 16 de septiembre de 2013

"Nunca"



Era uno de los últimos días de marzo, y estaba a punto de cumplir 20 años. Los primeros rayos de primavera se filtraban a través de las ramas desnudas de los árboles. Se encontraba tumbado en mitad del jardín de su campus esperando a una chica que había conocido en uno de los días más fríos de noviembre. Giró la cabeza por si acaso la veía llegar, no fue así. Por lo tanto, arrancó un puñado de césped con su mano y dejó que el viento se lo llevará. Cuando levantó la cabeza la vio, estaba ahí, de pie, inmóvil, parecía como si hubiera estado siempre ahí. O como si el sólo pensar en ella hubiera provocado su aparición.
Sus ojos verdes le miraban, como si estuviesen esperando algo. Él le tendió la mano, ella pensaba que quería ayuda para levantarse, pero hizo que ella se tumbase a su lado. La besó en la mejilla, estaba encantado de tenerla allí, junto a él. Ella le abrazó, y ambos se quedaron embobados mirando como comenzaba a ponerse el sol sobre aquella ciudad. Esperaron hasta que anocheció, prácticamente en silencio. Ya no quedaba nadie en el campus cuando se levantaron y comenzaron a caminar.
Ella tenía tanto miedo como él, pero se acercó tratando de provocar una reacción en aquel chico. Extrañado, la miró, ella apartó sus ojos de él. Ambos buscaron sus manos sin mirar, hasta que por fín, las encontraron y las entrelazaron. Las manos de ella estaban frías, las de él ardían de los nervios que le provocaba estar allí con aquella chica...
Ella levantó la cabeza y le sonrió. Fue una sonrisa a medias, pero que no quería ni evitaba esconder la felicidad que sentía. Él le agarró aún más fuerte la mano y le dio un suave beso en la mejilla. De repente, ella empezó a correr sin soltarle la mano. Ella le gritó:
-¡Sígueme!
-¿Dónde?
-No preguntes.
Él la siguió, lo haría aunque tuviera que ir al fin del mundo y volver. De repente, se paró agotada ante un cartel que ponía heladería italiana. Entraron, él la cedió el paso como buen caballero y ella no le soltó la mano.
Una vez dentro, él estaba decidido a invitarla a un helado, pero ella insistió en compartir uno, debía ser una mezcla que les gustase a ambos así que se decidieron por el chocolate y la nata. El heladero les dió dos de esas pequeñas cucharas de plástico de colores para que disfrutasen de aquel manjar.
Caminaron por el centro de la ciudad, y se sentaron en un banco, mientras comían el helado, veían a la gente pasar, casi todos con prisa, sin reparar en ellos. Vieron a todo tipo de gente, algunos miraban al suelo, otros inmersos en sus teléfonos móviles, y otros... simplemente miraban al infinito. Sí, ese punto en el que no ves nada, pero parece que vas concentrado, pensando en tus cosas...
Cuando terminaron el helado, se levantaron de aquel banco, él lo hizo primero y le tendió la mano a aquella chica, le ayudó a levantarse y ya no le soltó la mano. Mientras caminaban, ella se detuvo en seco, y le abrazó, fue uno de esos medio abrazos, apoyando su cabeza sobre el hombro de él y después le besó en la mejilla... Ambos esbozaron una sonrisa en aquel momento, la de ella amplía y para todos, la de él, tímida pero intensa.
Suave e inconscientemente fueron deslizando sus labios por la mejilla del otro hasta que notaron los labios del otro. En ese momento todo se borró a su alrededor y se dejaron llevar. Al principio fueron besos cortos, minúsculos, como si se viera respirar a un pez. Pero, luego, abrieron un poco más los labios como queriendo liberar la inmensidad de emociones que se acumulaban en su interior. Miedo del bueno, felicidad, euforia, seguridad, amor, cariño… Mientras que sus bocas repetían movimientos aprendidos, las manos del uno y el otro iban descubriendo nuevos recovecos en la espalda del otro. También les dio tiempo a recordar el tacto del pelo del otro, el de ella suave como la seda y el de él algo más grueso. Para, al final, volver a besarse como si fueran dos peces que buscan aire. Sin embargo, el momento había sido demasiado intenso, no querían dejar de sentir el calor del otro, y se fundieron en un abrazo muy fuerte mientras se decían al oído: “No te vayas. No me dejes.” Él, en un susurro casi imperceptible, le dijo: “Nunca.”

jueves, 6 de junio de 2013

Donde todo comenzó

Apagó la tele y se decidió a salir a la calle. Hacía un frío morrocotudo, se rió al pensar en ese adjetivo tan raro. Pero era así, lo hacía. Se subió un poco más la bufanda y se caló más el gorro orejero. Tenía que apresurarse o llegaría tarde otra vez. Apretó el paso y se metió en el metro, contó mentalmente las paradas, diez. Eso hacían veinte minutos. En cuantó entró en el vagón se sentó en el primer asiento libre que vio y se arrellanó, intentó coger calor.
Una voz metálica anunció la siguiente parada. Mierda, es ésta, corre. Salió rápidamente y recorrió casi sin darse cuenta los escasos metros hasta el portal, podría hacer ese camino con los ojos cerrados mil veces. Subió de tres en tres las escaleras hasta el portal A del cuarto piso. Eran las seis de la tarde, puntualidad inglesa; justo a tiempo. Llamó al timbre. Le abrió una mujer en pantuflas y con una media sonrisa le dijo:
-Justo a tiempo. Pasa, antes de que le hagas cabrear más.-Y, sin darle tiempo a quitarse la bufanda y el gorro, le dio un beso como esos que se regalan cuando llevas mucho tiempo sin ver a la persona a la que quieres.
Tiró el abrigo y lo demás encima de un sofá y fue corriendo hasta el despacho. Llamó a la puerta, pese a que estaba abierta de par en par. La persona al otra lado de la mesa movió la cabeza invitándole a pasar, entró y cerró la puerta tras de sí.
-Tenemos problemas. Muchos. Y casi llegas tarde, otra vez.
No dijo nada, pero tragó saliva con gran esfuerzo.
-¿No tienes nada que decir?- el malhumor del hombre iba in crescendo.
-Sí, estaba enfrascado en la investigación. - una mentira piadosa.-No consigo encontrar nada – esto era verdad.- Lo siento, señor.
-No lo sientas tanto y espabila. Andamos con la hora pegada.
-Sí, señor. - volvió a bajar la mirada.
-Puedes irte. Aunque, recuerda, lo haces porque quieres. Yo no obligo a nada.
-Sí, señor.- y tal cual había entrado, salió por la puerta.
Cuando la mujer de las pantuflas le abrió la puerta deslizó una nota en su mano, decía: “Esta noche a la hora indicada donde todo comenzó.” Ella sabría lo que significaba, estaba seguro. Se fue como una exhalación y desanduvo el camino hasta su casa. Se puso a trabajar, se lo había dejado bien claro el de arriba. Siguió investigando con frenesí hasta la “hora indicada”.
Al mismo tiempo, una mujer en zapatillas leía y releía la nota mientras esperaba a que diera la “hora indicada” o las once de la noche. Este secreto terminaría por acabar con ellos como el jefe se diera cuenta, pero la vida estaba para correr riesgos. Salió de trabajar y se puso sus mejores zapatos.
Cuando la hora de la cita se acercaba salieron en silencio de sus respectivas casas. Sin embargo, nunca llegaron al sitio “donde todo comenzó”. La investigación pudo con él, el secreto pudo con ella.

miércoles, 5 de junio de 2013

Whisky on the rocks

Estaba oscuro, generalmente, los asiduos del local no quieren que les dé demasiado la luz. Se encontraba sentado en un taburete de imitación de piel de color rojo, sin respaldo. Había aparcado su moto a la entrada del bar. Nada más sentarse, llamó al camarero y le pidió una copa de su mejor whisky, un buen escocés de doce años, el camarero, rápidamente le sirvió lo que pedía, cogió un vaso, lo llenó de hielos y le sirvió. Cuando se disponía a retirarse, le pidió que dejase la botella y le alargó un par de billetes como pago.
De repente, la puerta se abrió pero él seguía enfrascado viendo bailar el hielo dentro del vaso y no se percató de la presencia femenina que acababa de llegar. No era normal ver a una mujer en un sitio como ése. Suena a cliché, pero era así; era un bar de carretera para almas perdidas.
Tras un rato sin prestar atención a aquella mujer, decidió levantar la mirada. Le echó un vistazo a la chica, sonrió y volvió a su vaso. Ella, también lo había estado observando, pero prefirió seguir jugando con la sombrilla de su bloody mary, mientras miraba con desdén a esos tipos que estaban sentados en una de las mesas.
De repente, la chica pensó que había salido con sed de aventuras y jugó una carta. Se hizo con una servilleta y le pidió a aquel camarero, que la comía con los ojos un boli, escribió: “¿Whisky, escocés, vaso bajo, tres hielos, 12 años? Buena elección” Se fue al baño casi sin hacer ruido tras deslizar la servilleta con el mensaje al bebedor de whisky.
Él, sorprendido, recogió la servilleta que aquella mujer había deslizado hasta su lado. Miró extrañado aquel insignificante trozo de papel. Lo abrió y leyó la nota. En su cara se dibujó una sonrisa canalla y miró a la mujer con cara de desconfianza y picardía. Cogió otra servilleta, y con un simple gesto al camarero, le pidió algo para escribir a la señorita. Comenzó a escribir algo así como: “Sí muñeca, whisky con hielo, una moto y una como tú para vivir una aventura. ¿Te animas?” Mientras le acercó la servilleta doblada le guiñó un ojo y ella se ruborizó levemente. Pese al ligero rubor adolescente que había coloreado sus mejillas se lanzó. Nunca digas no. Y movió ligeramente la cabeza en un movimiento afirmativo.
Tras ese intercambio de notas, se levantaron y se dirigieron hacia la puerta. Él la abrió para aquella señorita, y cuando ella se disponía a salir, la agarró de la cintura y la acercó a su cuerpo. Ella se dejó hacer, nada importaba ya. Una vez en la calle, le ofreció subirse a su moto, ella, sin dudarlo demasiado aceptó. La carretera y la noche les esperaba, y se alejaron por aquella carretera desierta, haciendo rugir el motor de su moto, disfrutando de la noche.

martes, 4 de junio de 2013

El tiempo a carboncillo

Un cliente cruza las puertas del local, demasiado joven para un bar como este. Se sienta en la primera mesa vacía que ve. Tras esperar unos minutos llama a una camarera para que se acerque y anotar el pedido; pide, simplemente, una fanta y un sándwich. La chica se marcha sigilosamente y vuelve al cabo de unos minutos con el pedido en la mano, el cual deposita sobre la mesa con una sonrisa. Se da la vuelta y se va.
A continuación, se sienta en un taburete alto y saca el libro de debajo de la barra; total, apenas hay clientela. Mira al chico, ha sacado un libro de arte bien gordo de la bolsa y lo está leyendo con avidez mientras devora el sándwich. Al cabo de una media hora pide la cuenta, paga en efectivo y con el dinero justo, recoge sus cosas y se marcha. La chica vuelve a su labor, servir a la clientela mayor a la espera de alguna sorpresa más a lo largo del día.
Al día siguiente, el chico vuelve y repite el mismo ritual. Sin embargo, pide el siguiente sándwich de la lista y una fanta, esta vez de limón. Cumple su trabajo, anota, manda la comanda a la cocina, sirve, y se retira a su taburete alto. En esta ocasión él la mira más detenidamente y, en vez de sacar un libro como el de ayer, extrae un carboncillo y unas hojas. Empieza a dibujar con verdadera pasión, y ella continúa leyendo otro libro distinto al de ayer.
Los días van pasando, quizás el ritual se alarga una semana o puede que sean dos, la verdad es que todos los días son el mismo dentro de la rutina. Y, un día, el chico, cuando ya acabado todos los sándwiches de la lista y ha vuelto a pedir lo mismo que la primera vez pero con una fanta de limón, no saca nada de su bolsa. Simplemente se dedica a mirar al cristal pensativo. Ella no altera su rutina de camarera, pero sí nota que le cuesta concentrarse más en la lectura; aunque lo achaca a que el libro que ocupa su tiempo es algo denso.
Cuando él pide la cuenta, ella, como siempre, cumple su función. Parecen dos actores de teatro que han ensayado perfectamente su papel, y que se lo saben de memoria a base de repetirlo una y cien veces. Sin embargo, él hace algo distinto, no deja el dinero exacto sino que pone un par de euros de más. Cuando ella llega a la caja, ve que sobra dinero y decide arriesgarse. En un papel que encuentra por allí escribe una versión de un verso de una canción de Sabina que escuchó el otro día: “Toma mi número cuando te hartes de amores baratos de un rato... me llamas”. En el momento en que se acerca a la mesa, el chico saca un papel que pone boca abajo. Después, con un rápido movimiento, coje las vueltas y la nota, casi sin darse cuenta, y sale corriendo. Ella se queda mirando el papel donde pone, escrito a carboncillo: “Dále la vuelta”. Obedece, ¿qué puede perder? Es una retrato de ella sentada en un taburete alto leyendo firmado con dos iniciales y un número, S.G.

domingo, 5 de mayo de 2013

Café



Sube corriendo las escaleras, está cansado, lleva bastante tiempo persiguiendole. Esta es su última oportunidad. Empuja la puerta con fuerza, entra rápidamente. No mira a ninguna parte, va directo a la sección donde supone que va a estar. Para su sorpresa ahí está, sentada en una silla de manera, le mira como si le estuviera esperando. Cuando le ve dice:
-Creo que me estabas buscando, ¿me equivoco?- a continuación ríe.
Es ella, nadie más pronuncia la letra ese como si fuera el silbido de una serpiente. Su desparpajo le pilla por sorpresa, no se lo esperaba. Tampoco el hecho de que al final se haya dejado atrapar. O, a lo mejor, es otro de sus jueguecitos. Entre largos jadeos, aún no ha recuperado el aliento, alarga su mano como pidiendo que le acompañe. Ella esboza una sonrisa pícara, se ha cansado de jugar por hoy.
Se levanta a la vez que se atusa el vestido, luego mira divertida la mancha de café en un lado y las salpicaduras en la camiseta de él. Sonríe. Luego le dice:
-¿Te apetece otro café?
Le lanza una mirada furibunda, pero luego ríe. No puede resistirlo. Le pregunta:
-¿Dónde estabas?
-Aquí, sentada. ¿No lo has visto?
-Llevo buscándote toda la tarde.
-Me supongo.
-¿Sigues enfadada?
-No, sólo me divierto. Te mereces que te castigue por maleducado.
Él resopla. En el fondo sabe cómo salir de este atolladero pero no le apetece. Él también quiere castigarla un poco, le ha hecho recorrerse media ciudad toda la tarde. Han pasado horas desde que salió corriendo tirando el café al levantarse. Se mira las manchas en su camiseta, igual que hizo ella antes.
-No soy maleducado, simplemente soy sincero. ¿Te apetece otro café? Mejor cenamos, va siendo hora.
-Quizás me apetezca cenar contigo. Quizás no. Y tú, ¿qué quieres?
-Puede ser que tenga hambre. Puede ser que no.
-¿Juegas conmigo?
-Maybe... – se acaba de dar cuenta que esta conversación se puede alargar hasta el infinito y hay cosas que hacer.
Ella le coge la mano suavemente y le da un beso tierno en la mejilla.
-Eres incorregible.
-Eres maleducada. – está de broma y lo demuestra con una mirada.
-Hay una pizzería en la esquina, ¿quieres cenar?
-Si no me tiras la comida encima acepto.
Ella resopla, pero piensa que una mancha de tomate haría juego con las manchas de café. Sonríe al instante. Él empieza a pensar que teme cómo acabará la cena.
-Pues vamos, están a punto de cerrar y tengo hambre.

Una mano le zarandea suavemente. Cuando abre los ojos ve a una mujer con un gesto de crispación en el rostro:
-Señor, se ha quedado dormido. Estamos cerrando. ¿Tendría la amabilidad de salir del edificio?
-Perdón, ¿qué sucede?
-¿Puede salir? Se quedó dormido en la butaca y no le hemos visto hasta ahora.
Se despierta de repente, la mujer con el vestido manchado es un sueño. Y él está solo y se ha quedado dormido. Esa mujer le persigue en sueños. ¿Quién es? ¿Qué busca?
-Sí, sí. Perdone usted. ¿Sabe de algún sitio para ir a cenar cerca?
-Hay una pizzería en la esquina. –repite las mismas palabras que la mujer de sus sueños. Pero no pronuncia la letra ese igual.
-Muchas gracias. Hasta luego.
-Perdone, se deja esto.- Y le tiende un pañuelo femenino manchado de café. Cuando quiere preguntar de dónde ha salido, la mujer ya ha desaparecido. Se dirige a la salida sin entender nada.

lunes, 29 de abril de 2013

La espera



“Tengo cinco años. Estoy sentado en una silla de la cocina. Visto la ropa de ir a la escuela, pero ese día no hay colegio. De repente oigo pasos en la escalera, me doy la vuelta. Mi madre baja mientras se recoge el pelo en un moño alto. Luego se coloca frente al espejo y se ajusta una pañoleta sobre la cabeza. A continuación, se agacha, coge el pañuelo grande y entra en mi dormitorio. Al momento sale con mi hermana en brazos. La coloca dentro del pañuelo que ata con maestría a su cuerpo. Me hace un gesto y yo le sigo.
Salimos a la calle, sopla una brisa tibia. Cojo de la mano a mi madre, una mano pequeña y cálida. Mi hermana duerme apoyada en su pecho. Bajamos la calle poco a poco, en silencio. Llegamos a la parada de bus. Todo está en una calma extraña.
Pasa un bus traqueteando por la calle. Mi madre no lo para. Seguimos esperando. Me pongo a jugar entrecruzando los pies. Muevo la cabeza al son de un ritmo que sólo yo escucho. Mi madre mira al infinito, una mirada perdida y ausente. Un mechón de pelo oscuro le cae por la frente, lo ignora. Mi hermana se frota los ojos en sueños.
Pasa otro bus. Hace más de diez minutos que estamos sentados esperando. No sé a qué, la verdad. Intento leer el cartel de la acera de enfrente y casi lo consigo. Mi madre se cambia el bolso de lado, me fijo que sus brazos están más delgados que de costumbre. Mi hermana bosteza y se reacomoda sobre mi madre.
Un hombre en bicicleta nos saluda. Le devolvemos el saludo educadamente. Yo empiezo a tararear una canción que me enseñaron en la escuela, mi cabeza ya se mueve a un ritmo que todos oyen. Mi madre me mira y sonríe en silencio. La miro y me doy cuenta de que parece una niña asustada, y que nosotros tenemos pinta de ser sus hermanos y no sus hijos. Mi hermana abre los ojos, pero no se mueve.
De ninguna parte aparece un bus, el tercero ya. Se para y baja un hombre. Yo me quedo mirando. Mi madre pide ayuda en silencio, se levanta agarrando mi mano. El peso de mi hermana en el pañuelo es excesivo para ella. Mi hermana ahoga un lloro. El hombre se acerca, entrecierra los ojos.
Yo le sigo observando, curioso. Mi madre está inmóvil como una estatua, puedo observar sus piernas fuertes y su espalda. Ha adelgazado imperceptiblemente. Mi hermana clava sus ojillos oscuros en esa persona. El hombre da un paso decidido y se acerca a madre.
Me aburro, no sé qué pasa. Mi madre sigue en la misma posición, a la vez recoloca a mi hermana. Noto, por sus gestos, que le empiezan a doler la espalda y las piernas. Mi hermana empieza a chuparse el dedo, aburrida. El hombre da otro paso y besa a mi madre en los labios, con ternura.
No puedo dejar de mirar. No entiendo nada. Me llama poderosamente la atención. Mi madre acepta el beso y le corresponde. Sus labios finos y sus ojos asustados se relajan, ya no está en este planeta. Mi hermana se ha vuelto a dormir, ajena a ese gesto extraño. El hombre mira a mi madre con ojos embelesados.
Yo llamo a mi madre y le miro con ojos interrogantes. Mi madre se vuelve hacia mí, no habla y mira al desconocido. Se le mueve la pañoleta y puedo ver su pelo un segundo. Se la vuelve a colocar. Mi hermana se despierta de nuevo. El hombre me mira y sonríe, me pregunta si quiero saber un secreto.
Respondo que sí. Mi madre afirma con la cabeza. Alivia el peso de mi hermana con una mano, miro sus pies. Están encogidos dentro de los zapatos, está nerviosa. Mi hermana balbucea. El hombre dice tres palabras, soy vuestro padre. Acto seguido coge a mi madre de la cintura y a mí de la mano. Volvemos a casa.
Consigo leer el cartel, dice: lucha por tus ideales, pero recuerda que siempre hay alguien que te espera cuando quieras descansar. No lo entiendo bien, será esa guerra de la que oigo hablar. Mi madre está feliz, sonríe; igual que él. Veo unos dientes blancos y unas pequeñas arrugas. Me doy cuenta de que en realidad no es una niña asustada. Analizo con cautela al hombre que proclama ser mi padre. Me parece agradable. Tiene pinta de haber luchado y tener a alguien con quien descansar. Me gusta lo apropiado del cartel. Mi hermana ríe, su primera sonrisa. Me siento mayor, pero sólo tengo cinco años.”